martes, 3 de mayo de 2011

LOS CHICOS DEL CORO

En 1949, Clément Mathieu, profesor de música en paro, empieza a trabajar como vigilante en un internado de reeducación de menores. Especialmente represivo, el sistema de educación del director Rachin apenas logra mantener la autoridad sobre los alumnos difíciles.

El mismo Mathieu siente una íntima rebeldía ante los métodos de Rachin y una mezcla de desconcierto y compasión por los chicos. En sus esfuerzos por acercarse a ellos, descubre que la música atrae poderosamente el interés de los alumnos y se entrega a la tarea de familiarizarlos con la magia del canto, al tiempo que va transformando sus vidas para siempre

CRITICA

  En 1949, Clément Mathieu (Gérard Jugnot), un profesor de música fracasado, es contratado como vigilante en un internado de reeducación de menores. El centro está regido por estrictas y represivas reglas educativas, y su director, Rachin (François Berléand), se esfuerza por aplicar sin éxito el principio de “acción/reacción” para castigar a esos difíciles niños. Disconforme con esos métodos y compadecido con unos niños que sólo tienen el problema de la falta de afecto, Clément ideará la creación de un coro como manera para acercarse a ellos y ayudarles a encauzar su fuerza y rebeldía hacia unas actividades que transformarán sus vidas para siempre. Pero la tarea no será fácil, y precisará una dosis de paciencia y fortaleza, e incluso renunciar a lo más personal.
  Comienza la película con una especie de prólogo en el que dos personajes se reencuentran después de más de cincuenta años. Son dos de aquellos niños díscolos a los que un buen hombre un día les dio una oportunidad que cambiaría sus vidas: son Pierre Morhange, ahora un prestigioso director de música y Pépinot. En un largo flash-back recordarán aquellos tiempos del internado, con una mirada llena de cariño a su amigo Mathieu, cuyo diario tienen ahora entre las manos; el espectador respira ya en estos primeros planos unos aires llenos de nostalgia y agradecimiento, y su pensamiento se va a "Cinema Paradiso", cuando Totó no es causalidad que ambos papeles los interprete Jacques Perrin rememora a su amigo Alfredo el proyeccionista.
  A partir de entonces, sólo queda disfrutar de un viaje a los años 40, cuando los métodos educativos y las teorías psico-pedagógicas no eran muy humanizadoras, y donde las clases eran más una escuela para la vida que un lugar de instrucción; en este punto, la labor de producción artística nos recrea un ambiente verosímil y permite al espectador transportase a otra época con una sonrisa en los labios por la sencillez de esas escuelas de posguerra: es el ambiente recreado en otros grandes filmes como "Adiós muchachos" de Louis Malle o "El espíritu de la colmena" de Erice, que vienen pron-to a la memoria. La tarea de formar un coro que se propone el bueno de Mathieu y humanizar así a través de la música nos lleva a su vez a "Sonrisas y lágrimas", aunque aquí no haya subtrama política ni romántica; Barratier prefiere quedarse con el alma y la mirada de los niños, meterse en su cabeza y en su corazón, para extraer momentos de gran emoción que conmueven al espectador cuando el coro interpreta sus canciones. No se trata de un sentimiento sostenido por unas notas musicales hábilmente colocadas aunque las canciones populares y su interpretación por el coro de Saint-Marc son dignas de elogio, sino que poco a poco ha ido perfilando unos personajes con su rebeldía, orgullo, inocencia, sufrimiento, soledad, sencillez... allí donde un músico fracasado que no una persona fracasada no encuentra más que personas que necesitan cariño y no reprimendas. Es cierto que se caricaturiza la figura del director Rachin, y que juega la baza del contraste para potenciar la diferente manera de educar y ensalzar la tarea del profesor comprensivo y cariñoso, pero se trata de licencias del director para dibujar unas imágenes amables y tiernas del niño por formar..., y del hombre y sus posibilidades.
  Quizá uno de los mayores aciertos de la película esté en el casting. El rostro de Mathieu refleja una bondad natural y una compasión que hacen que su tarea no resulte nada postiza; al pensar en “una cara de ángel” como le define cínicamente un profesor enseguida pensaríamos en el niño Morhange y su voz angelical, y para un pequeño que todos los sábados espera inútilmente porque han muerto a que sus papás vengan a recogerle... quién mejor que Pépinot.  Película llena de encanto y emociones, que gustará a todos. En Francia ha sido un grandísimo fenómeno popular, y es su candidata a los Oscars®. Nuestra sociedad necesitaría muchos “Mathieu”: bienvenidos sean.

Fuente extraida de www.labutaca.net

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